Antes de cruzar los Andes y liberar a Chile, José de San Martín libró otra batalla menos conocida pero igual de decisiva: la guerra de la información. Desde Mendoza, el Libertador organizó una compleja red de espionaje y contraespionaje que engañó por completo al ejército realista y allanó el camino para la independencia.
Tras la derrota patriota en Rancagua, en 1814, San Martín comprendió que para ganar en el campo de batalla debía primero vencer en el terreno de la inteligencia. Así nació una red que combinaba el espionaje, la desinformación y la acción psicológica. El objetivo era doble: conocer los movimientos del enemigo en Chile y, al mismo tiempo, inundarlo de información falsa sobre los planes del Ejército de los Andes.
Desde su cuartel general en Mendoza, el general recibía informes de agentes infiltrados al otro lado de la cordillera. Muchos de ellos usaban seudónimos para proteger su identidad: Antonio Merino (“El Americano”), Juan Pablo Ramírez (“Antonio Astete”), Jorge Palacios (“El Alfajor”) y Manuel Rodríguez Erdoíza (“El Alemán”), quien aceptó una de las misiones más arriesgadas. Rodríguez simuló ser acusado por conspiración, fingió una fuga y regresó a Chile como supuesto traidor, para desde allí organizar una red de espionaje y guerrillas patriotas.
La correspondencia entre San Martín y sus agentes era una obra maestra de engaño: cartas escritas para ser interceptadas por los realistas contenían datos falsos sobre las fuerzas patriotas, diseñadas para confundir al enemigo.
Pero los hombres no fueron los únicos protagonistas. Las mujeres jugaron un rol crucial en esta “guerra de zapa”. Una de las más recordadas fue la espía conocida como La Chingolito, quien logró infiltrarse en la intimidad del gobernador español Casimiro Marcó del Pont y convertirse en su amante. Gracias a esa relación, transmitió datos falsos que desviaron las decisiones militares del bando realista, favoreciendo a San Martín.
El sistema era ingenioso y meticuloso. Los mensajes se escribían con tinta invisible a base de limón, que solo se revelaba al calor de una vela, o se codificaban con números. La red se organizaba en células —pequeños grupos que operaban desde casas seguras— y también en un sistema radial, utilizado para observar zonas estratégicas como la cuesta de Chacabuco.
Entre los nombres recordados figuran también Mercedes Sánchez, Eulalia Calderón y Carmen Ureta, quien fue condecorada por el gobierno chileno tras la victoria patriota. El riesgo era enorme: la represión del Tribunal de Vigilancia era brutal. Muchas mujeres, como Águeda de Monasterio, fueron torturadas hasta la muerte por colaborar con la causa revolucionaria.
El trabajo de inteligencia fue tan efectivo que el propio Marcó del Pont terminó desconfiando de todos. Lo que creía recibir de sus espías en Mendoza eran, en realidad, informes escritos por el propio San Martín, cargados de datos falsos sobre la ubicación de tropas y los pasos elegidos para el cruce.
Esa red secreta, tejida con astucia, sacrificio y coraje, fue clave para engañar al enemigo y garantizar el éxito del Cruce de los Andes, una de las gestas más notables de la historia militar latinoamericana.
Fuente de la información: Felipe Pigna.

