El 4 de abril de 1968 un hombre blanco asesinó a este luchador contra la segregación racial. Su último discurso en Memphis que funcionó como un testamento. Cómo fueron sus últimas horas desde su llegada a Memphis y su último acto público. El misterio sobre la autoría intelectual del atentado
Debe haber sospechado que lo iban a matar. Su último discurso público es, casi, un anticipo de su muerte, un testamento dicho con la certeza perturbadora de su final inminente. Lo pronunció el 3 de abril de 1968 en Memphis, Tennessee, en aquellos Estados Unidos sacudidos y carcomidos por la discriminación racial contra la que Martin Luther King luchaba sin cuartel. Habló ante un grupo de obreros de la recolección de residuos, en huelga por mejoras sociales, por mejores salarios, por una vida más digna.
Esa tarde, King dijo a aquellos hombres que si bien amaba vivir una vida larga, estaba preparado para lo que podía ocurrirle porque: “¡Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor!”. Al día siguiente, a las seis y un minuto de la tarde, yacía derrumbado en el balcón que daba a la calle de su habitación 306 del Hotel Lorraine: la bala de punta blanda de un rifle Remington calibre 30.06, disparado desde muy cerca le había atravesado el mentón, destrozado la mandíbula inferior, los músculos del cuello y, finalmente, desgarrado la médula espinal. Una hora después, a las siete y cinco de la tarde, un forense lo declaró muerto en el Hospital St. Joseph de Memphis.
Es curioso, pero los líderes políticos conviven con la idea de que pueden morir asesinados. Es un riesgo asumido. Por lo menos lo era en aquellos años y lo fue al menos hasta el asesinato en 1995 del primer ministro israelí Isaac Rabin, que había intuido su destino, como lo había intuido antes el primer ministro egipcio, Anwar El Sadat, asesinado en 1981. También es curioso que Rabin y Sadat, como Luther King, habían sido galardonados con el Nobel de la Paz.
El 21 de noviembre de 1963, el entonces presidente de Estados Unidos, John Kennedy, dijo a los agentes del servicio secreto que velaban por su seguridad que ese día podía haber sido muy fácil matarlo: “Cualquier tipo con un rifle con mira telescópica pudo hacerlo”, dijo. Al día siguiente estaba muerto, la cabeza destrozada por un fuego cruzado que barrió la Plaza Dealey, en Dallas, Texas. El 5 de junio de 1968, dos meses después del asesinato de King, Robert “Bobby” Kennedy, hermano de John, dijo a los suyos horas antes de la convención del partido Demócrata reunida en el Hotel Ambassador de Los Ángeles: “Allí afuera acabo de ver a los dos tipos que me van a matar”. Antes de las doce de la noche, yacía en el piso de la cocina del hotel, baleado en la cabeza. Murió en la madrugada del 6.
¿Quién era Martin Luther King para estar tan seguro de su muerte violenta? Un pacifista. Y un luchador contra la segregación racial, un defensor de los derechos sociales de los negros, que no tenían casi ninguno en aquellos convulsionados años 60 que prometían la luz y quedaron sumidos en la oscuridad. En Estados Unidos, la segregación racial que había tenido un clímax de violencia en los años 50, con linchamientos públicos, persecuciones y asesinatos de miembros destacados de la población negra, se había agudizado sobre todo en los años del gobierno de Kennedy que pugnaba por sancionar una ley que permitiera votar a los negros sobre todo en el Sur, el viejo territorio esclavista que había librado la Guerra de Secesión contra el Norte entre 1861 y 1865.
En esos años, los chicos negros no podían ir a escuelas para blancos. Tampoco podían asistir a los servicios religiosos en iglesias “blancas”; ni podían entrar a ciertos locales, bares o almacenes, señalados con un letrero “Only white people – Sólo para gente blanca”. En las estaciones de micros y de trenes, los bebederos públicos estaban divididos en dos, uno señalado por un letrero: “Colored people”. Los empleos eran otorgados según el color de la piel, y sólo los peores estaban destinados a los negros, al igual que los peores sueldos; el índice de desocupación de los negros era el doble que el de los blancos; en los micros y colectivos, los negros debían sentarse en la parte trasera porque la delantera estaba reservada a los blancos; presenciar un partido de básquet interracial, como es tan común ver hoy, no era posible porque, además, las universidades, semillero de los deportistas profesionales, también impedían estudiar a los negros. Además, en los años 60, la organización terrorista conocida como Ku Klux Klan, racista y xenófoba, perseguía, amenazaba y asesinaba a la población negra más esclarecida.
Cuando Kennedy aligeró las normas de inscripción en el registro de votantes, una condición indispensable para poder votar, en muchos estados sureños decidieron tomar examen a quienes quisieran inscribirse. Las pruebas consistían en preguntas sobre idioma, historia y ciencia o en preguntas específicas sobre artículos de la Constitución de Estados Unidos, todos dirigidos a una población condenada al analfabetismo por las estrictas normas raciales que regían la educación.
El caso de Rosa Parks
En 1955, Emmet Till un chico negro de catorce años, había sido linchado y quemado vivo por haber silbado, supuestamente, al paso de una mujer blanca. Ese ese año también habían muerto asesinados el pastor activista George W. Lee y Lamar Smith, un activista por los derechos civiles. En diciembre, una mujer negra, Rosa Parks, se sentó en la parte delantera de un micro en Montgomery, Alabama, y se negó a cederlo a un hombre blanco y marchar a sentarse parte trasera con una lógica de hierro: “Estoy cansada”. Fue a parar a la cárcel.
Fue entonces, Martin Luther King, que un joven reverendo negro de veintiséis años, declaró un boicot a la compañía de micros. También fue a parar a la cárcel. El boicot duró trescientos ochenta y dos días. Los negros organizaron un sistema de viajes compartidos o iban a pie hasta sus lugares de trabajo: muchos caminaban más de treinta kilómetros. La casa de King fue atacada con bombas incendiarias el 30 de enero de 1956, al igual que la del reverendo Ralph Abernathy, que actuaba codo a codo con King; cuatro iglesias negras fueron destruidas también por bombas incendiarias. Los boicoteadores fueron perseguidos y apaleados por el KKK, pero los cuarenta mil negros de Montgomery siguieron adelante hasta que el 13 de noviembre de 1956 la Corte Suprema declaró ilegal la segregación en autobuses, escuelas y otros sitios públicos.
Para entonces, Luther King ya estaba en la mira del FBI, dirigido por J. Edgar Hoover, que desataría sobre él una brutal campaña de hostigamiento y de amenazas que se prolongó durante más de una década y solo terminó cuando King fue asesinado. Su larga lucha por los derechos civiles de los afroamericanos había vivido sus días más difíciles en Birmingham, Alabama, una ciudad con el treinta y cinco por ciento de su población negra que era al mismo tiempo la cuna de la segregación racial: la ciudad no tenía ni policías, ni bomberos, ni comerciantes, ni directores de escuela ni de bancos, ni empleados de bancos que fuesen negros. Una mujer negra no podía trabajar para un empleador blanco; la población blanca duplicaba el nivel de vida de los afroamericanos, que solo podían trabajar en artesanías, en oficios manuales o en las acerías de Alabama. Cincuenta atentados racistas en quince años, nunca aclarados, que costaron muchas vidas negras, le habían dado a la ciudad de Birmingham un nombre que los blancos pronunciaban con ironía: “Bombingham”
En Birmingham fue preso King el 13 de abril de 1962 y desde la cárcel escribió su famosa “Letter from Birmingham Jail – Carta desde la cárcel de Birmingham” un ensayo que definía y resumía su larga lucha contra la segregación. Su mujer, Coretta King, la hizo pública y recibió el apoyo directo del presidente Kennedy y de su mujer, Jacqueline. King fue liberado una semana después
El 28 de agosto de 1963, Luther King convocó una monumental Marcha por el Trabajo y la Libertad, que planteaba demandas específicas: el fin de la segregación racial en las escuelas públicas; una legislación sobre derechos civiles, que Kennedy había impulsado en junio de ese mismo año, otra ley que prohibiese la discriminación en el mundo laboral, protección policial para los activistas por los derechos civiles y un salario mínimo de dos dólares para todos los trabajadores sin distinción. Fue allí, frente al monumento a Abraham Lincoln, donde pronunció su legendario discurso “Yo tengo un sueño”. Tal fue el impacto de la marcha y de las conmovidas palabras de King, que al finalizar el acto, Kennedy, que recibió a King junto a los principales dirigentes del movimiento anti segregación, quiso saber: “Reverendo, ¿de dónde sacó esas ideas sobre la libertad?” Y King respondió: “De sus discursos, señor presidente”.
Martin Luther King, el hombre que presintió su asesinato, murió sin saber que la muerte, otro tipo de muerte, lo rondaba acechante. Según su biógrafo, Taylor Branch, la autopsia reveló que el corazón de King, que tenía treinta y nueve años, era el de una persona de sesenta.
La larga lucha le había ajado el alma.
(Por Alberto Amato para Infobae)